¿Alguna vez te has parado a pensar cuál será el mejor recuerdo de tu vida? Sin duda, el mío es de hace siete meses, del verano pasado. Fue en Edimburgo, o como allí decíamos: «Edimbarrrrra«.
Cuando llegué no me podía creer lo que estaba viendo. Aquello era una ciudad de cuento. Todo era precioso: las casas (de siglos anteriores), el verdor de las calles, los parques, pero sobre todo la gente, y alguna que otra persona en especial. Yo vivía en la 104 de Ferry Road con dos italianas, justo enfrente de María y muy cerca de Mar. Siempre íbamos y veníamos juntas del colegio o del centro de la ciudad. A veces, de vuelta a casa por la noche, pasábamos por el «Tesco» (un supermercado) y al llegar a la puerta azul, nos comíamos los crispies. Las mochilas nos ocultaban las caras. Al día siguiente, un papel, un bolígrafo, cien frases iguales…

Los días iban pasando al compás del tiempo, yo, cada vez más quería seguir esa rutina: por las mañanas, cuando oía voces que venían del jardín, aquellas voces de las vecinas que eran para poner en marcha nuestra pequeña excursión matinal al colegio,, yo bajaba pitando (a veces sin haberme abrochado las cordoneras o con el enjuague bucal aún en la boca), para coger el autobús rumbo a la escuela. Cuando llegábamos, bebíamos agua en unos vasos en forma de cono y cada uno se iba a su clase, yo a la de los Razorbills. Para mí, la mejor. Estábamos mezclados con italianos, aquello era un no parar de reír, había mucho compañerismo.
En los recreos bajábamos a las mesas del jardín con césped y, en los días de lluvia, nos quedábamos dentro, jugando al ping-pong o al futbolín. A la hora de comer nos daban unas bolsas de papel reciclado con el «lunch«, aunque a veces nos íbamos con la monitora a un puesto de perritos y hamburguesas que había en la plaza de la Reina Victoria, cerca del colegio. Luego cogíamos aquel bus tan raro, con filas de tres asientos, e íbamos a hacer las actividades previstas. Al llegar las 6, hora punta para la cena, nos dirigíamos directas al John Lewis y luego a nuestro césped, aunque en los días de lluvia íbamos al Burger King de Princess Street. Cuando nos echaban por no consumir, al Mc Donald’s, como nómadas. A las nueve y media más o menos, cada uno iba a su para de autobús sacaba la cartera y sacaba el Day Ticket para subir al bus. Al llegar a casa, Catrina (la dueña de ésta), me esperaba en el sofá junto a las italianas para ver una película o para charlar. Cada día era distinto al anterior. Cada día era mejor.
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Llegó el último día, más de una cara estaba húmeda, con unas gotitas que mostraban tristeza, no queríamos irnos, ni mucho menos despedirnos. Lo tuvimos que hacer. Aplaudimos por todas nuestras anécdotas antes de bajar del avión. Ya dentro del aeropuerto, cantamos aquella canción: Agadoo. Un adiós, o mejor dicho, un hasta luego, nos vimos de nuevo el 29 de agosto. Yo no he vuelto a ver a nadie, espero verlos pronto.
Alba Mollá Agulló





